Entre Valence y Montélimar, en medio de vergeles y colinas, aparece Mirmande, surge un pueblo encaramado repleto de encanto, cuyos vestigios nos recuerdan su pasado medieval.
Caminar por Mirmande es una verdadera delicia. Déjese llevar por el laberinto de callejuelas en pendiente rodeadas de vegetación. No deje de contemplar las magníficas y cuidadas casas con bellísimas fachadas de piedra. Y comprenderá por qué Mirmande es uno de los pueblos más bellos de Francia. En lo alto de esta pintoresca localidad, la pequeña plaza y el edificio románico del siglo XII, la iglesia de Santa Foy, marcan el final de la ascensión. Desde aquí, la panorámica es excepcional. Ante sus ojos se despliegan el valle del Ródano y las montañas de Vivarais, que podrá localizar fácilmente gracias a la mesa de orientación.
Tras un período de decadencia relacionado con el fin de la sericultura (cría de gusanos de seda), Mirmande experimentó un segundo impulso cuando diversos artistas se instalaron aquí, como fue el caso de André Lhote, un pintor cubista y escritor, que contribuyó especialmente a su renovación. No deje de visitar alguno de los numerosos talleres de artistas y artesanos existentes en el pueblo.